Era la mañana del día que más nervioso estaría. Había entrenado casi 4 meses ininterrumpidos para esa carrera. Se levantó muy temprano, más de lo que solía levantarse habitualmente, pero el sol ya asomaba por la ventana de su habitación. Se acercó y abrió la persiana y fue ahí en ese preciso instante donde vio esa bicicleta, su bicicleta, parada contra esa vieja y descascarada pared de aquel viejo galpón. De ella colgaban dos gallinas, muertas por su puesto, y fue en ese mismo instante, cuando sus ojos se acostumbraron a la imagen, aquella especie de macumba, que cambiaría lo que creía era su destino para siempre. Porque él la persona más supersticiosa del pueblo, acababa de perder esa carrera, aún sin haber puesto siquiera un pie en el pedal. De su boca sólo salían malas palabras y de sus ojos rabia, odio.
El sudor empezó a bañar todo su cuerpo, lo empapaba como la lluvia empapa al peatón sin paraguas. Sus manos temblaban y sus pies poco lo obedecían, pero sabía que tenía que llegar al baño, a esa bañera, pero antes buscar su radiograbador y aquel casette con los sonidos del mar. Eso siempre lo relajaba cuando lo invadían esos ataques, de susto, de ansiedad, o vaya a saber uno de qué. A pesar de su urgencia, esperó a que se llenara la bañera y cuando consideró suficiente apretó Play, dejando que la música empezara a sonar, y se sumergió en ella. Ni se molestó por sacarse el pijama. Invocar el recuerdo del mar, su sonido y a aquellas tortugas que visitaban la playa de su infancia, era la único que en lo últimos tiempos volvían su mente a eje, su psiquis se relajaba a pesar de saber que otra vez aquellos miedos que en el fondo sabía que eran sólo producto de las supersticiones, nuevamente le daban un giro a ese destino que se había propuesto seguir hacía más de cuatro meses, cuando sus ojos se posaron en aquella bella mujer ciclista que pasaba por enfrente de su casa junto al pelotón. Ese instante, esos segundos definirían sus próximos meses, pero definitivamente no su futuro, o lo que esperaba de él.
Salió de la bañera, consideró que su mente había vuelto a una momentánea quietud. Se sacó el pijama mojado, se vistió con sus ropas habituales, camisa, pantalón de lino y esos gastados mocasines y preparó su desayuno, café, pan tostado, huevos y algunos frutos secos. Se sentó en su silla de siempre, esa mañana ya había tenido suficientes sobresaltos, no quería que un cambio en su rutina sea el causante de algo más que su cabeza no pudiese controlar. Pero al igual que las arañas si hay una hay otra, otra vez la ventana, pero esta vez de la cocina fue la encargada de mostrarle algo que tampoco hubiese querido ver. Ese hermoso jardín de cactus, que con tanto esmero cuidaba, se vio invadido por ese maldito auto blanco cubierto por un cubre coche. Odiaba ese auto, odiaba que estuviese estacionado ahí y más aún, odiaba ese cubre coches, porque todo indicaba que ella estaba de nuevo ahí, y pensaba quedarse. ¿Justo ese día tenía que volver?, uno de los peores de su vida, uno de los que no iba a olvidar jamás y encima ella sería también la encargada de recordárselo, porque le encantaba reflotar una y mil veces la debilidad ajena. No, mejor dicho la debilidad de él. No pudo evitar pensar que la bicicleta con gallinas muertas y su llegada no era casual.
El sabía que ella odiaba que el fuese supersticioso, se lo decía, se lo hacía notar. El sabía que nunca le perdonaría aquel ultimo día en la casa de la playa donde vio estrellarse un pájaro contra el vidrio de una de las ventanas y automáticamente sus labios invocaron con palabras a la desgracia: “hoy alguien va a morir”. Y aquella noche, cuando sólo se escucha el sonido de las olas, en la otra punta del país, ahí donde los cactus crecen en toda su libertad, una dama de arrugas profundas, y piel curtida por el sol, dejaba este mundo con su último suspiro, susurrando con una voz suave y cansina el nombre de su hija y de su nieto. El sabía que ella nunca le perdonaría, no haberla dejado despedirse de su madre, no haber llegado a tiempo, a sus brazos. El sabía que nunca le perdonaría su faceta supersticiosa, pero más aún sabia, y le dolía que ella jamás le perdonaría que aquella gran dama, que ya no existía, en algún momento haya amado más al nieto que a su propia hija. Que se fue de este mundo sin explicarle por qué, a pesar de que mil veces se lo preguntó. Ella viviría con esa duda, con esa espina, como viven los cactus, pero ellos no se preguntan por qué las tienen, sino que las aceptan como parte de la vida, pero ella no, no lo acepta y más aún lo culpa a él por haber invocado a la muerte, a la muerte de precisamente la mujer que le dio la vida, yéndose y llevándose consigo aquella gran respuesta.
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